Hace un par de semanas tuve la grata oportunidad de ver, finalmente (aunque en diferido), Die Valküre, la segunda de las cuatro óperas del ciclo del anillo de los Nibelungos de Richard Wagner. Cuando fueron transmitidas originalmente, por diversas razones no llegué a verlas, así que cuando supe acerca de la celebración del aniversario de Wagner me entusiasmé bastante. Igual, me perdí las otras tres. La primera por razones de tiempo y las otras dos por razones de salud (estar sentado casi cuatro horas luego de una lumbalgia en la cintura no era lo más recomendable).
En cualquier caso, esta ópera me permitió entender algo que había empezado a percibir cuando estuve en Guadalajara con Francisco, Liliana, Nilda y Berenice viendo (primero) una presentación de Les Sacqueboutiers y luego un concierto de la Orquesta Sinfónica de la ciudad. He vivido engañado toda mi vida: la música clásica no es un espectáculo auditivo, sino audiovisual. Y esto marca toda la diferencia. En la época que nos tocó vivir (obviamente), el uso de la tecnología de grabación y reproducción sonora no solo estaba consolidado sino que se ha mantenido en permanente evolución. Pero con esa tecnología aparecen una serie de supuestos que terminan siendo parte del panorama.. Que terminan siendo invisibles..
Durante la mayor parte de nuestra historia, la música fue algo que ocurría en vivo. Para escuchar música (como me decía Martha alguna vez) la gente tenía que interpretar un instrumento, lo cual ocurría de manera habitual en encuentros familiares o comunitarios, o tenía que asistir a algún lugar en donde los músicos ‘profesionales’ interpretaban su propia música o aquella compuesta por alguien más para el patrocinador de turno.
Con eso, lo que llamamos música clásica en realidad era un espectáculo del cual no quedaba ningún tipo de registro. La gente asistía para ver y para escuchar las obras y eso significa que, quienes tenían la capacidad, podían observar las emociones inspiradas por las piezas en los músicos, los patrones de interacción entre ellos (o más adelante, entre segmentos completos de una orquesta), y la incidencia de un director específico en una obra dada. Uno no compraba la sinfonía de Beethoven o la sonata de Bach. Uno veía la obra. No había otra opción.
Fast forward al siglo XX. Leía hace poco que, entre los múltiples usos que Edison se imaginaba para la grabación de audio, uno de los últimos del listado era almacenar música. Lo cual tiene sentido porque, para él, la experiencia musical seguía atada al evento mismo (lo que en ingles a veces llaman ‘happening’) y, por otro lado (digo yo), porque los cilindros de cera no permitían almacenar piezas largas. Resultaría al menos incómodo grabar una sinfonía en un único cilindro de cera, al igual que una improvisación de música popular, por decir algo.
Pero la tecnología sigue su curso, y de los cilindros de cera se pasó eventualmente a los acetatos. Al contar con medios más sofisticados de registro, la pregunta obvia es ‘¿Qué grabamos?’. La respuesta: lo que haya (musica de partitura) y lo que se pueda (adaptaciones de música popular que quepan en el medio). Para los primeros acetatos (aquellos de 78rpm), la velocidad de giro permitía una duración de cerca de 3-4 minutos, lo cual condicionó a su vez la duración misma de las piezas. Aunque luego aparecerían los EP y los LP, el formato de 3-4 minutos se mantuvo y creció con los sencillos de 45rpm.
Eventualmente, una sinfonía se partió para incluirse en múltiples discos, y los fragmentos más memorables de algunas piezas fueron extraídos de la obra original y compilados en un único disco. Pero no sería sólo la tecnología de registro la que tendría impacto en lo que conocemos hoy como experiencia musical. Esa labor la complementaría la radio comercial.
Si bien para ese momento los medios de registro permitían duraciones más largas (sin mencionar que muchas piezas duraban menos de los 3-4 minutos), sería la necesidad de rotación musical la que llevaría a estabilizar (más o menos) la duración de las canciones. La radio comercial consolidaría, a partir de una antigua limitación técnica, la duración estándar de las canciones que asumimos como ‘normal’ hoy: 3 a 4 minutos.
Y luego, cuando la radio se encargó de lanzar grandes carreras, se hizo inevitable para los músicos llenar las dos caras de un LP con canciones. Bienvenidos los álbumes y una nueva relación con la música: ya no es necesario tener presente al intérprete para poder escucharlo. Ya no es necesario verlo, basta con oirlo. En segmentos de 3 a 4 minutos, de preferencia. Con excepciones como los siete minutos de ‘Hey Jude’, por ejemplo.
Pero esta nunca fue la manera normal de apreciar el gran espectro que hoy llamamos música clásica. Piense en la ópera o el ballet, que son artes escénicas. Escuchar El lago de los cisnes es (obviamente) diferente a ver El lago de los cisnes. Escuchar más de tres horas de una ópera de Wagner es diferente a verla. Algo tan obvio, que me sorprende no haberlo percibido antes. O piense en cualquier sinfonía, con movimientos que habitualmente duran al menos cinco minutos, y consolidan una pieza única que puede llegar a más de una hora. Sencillamente, son formatos que no coincidían con las prácticas emergentes de la época. Y de allí vienen las compilaciones que incluyen el movimiento más identificable de la quinta sinfonía de Beethoven, seguido por la Primavera de Vivaldi, o por la Danza Rusa de Cascanueces. En segmentos no muy largos, y con un contexto crecientemente diluido, con poca importancia respecto a quién interpreta, o quién dirige. Esto no quiere decir que algunas grabaciones completas no fueran producidas, pero incluso hoy sigue siendo muy raro encontrarse la colección completa de las casi 17 horas de música de El anillo de los Nibelungos, por ejemplo.
La televisión daría otro giro al asunto, permitiendo al público establecer de nuevo una relación visual con los intérpretes. El impulso de la televisión, en conjunto con sistemas de amplificación más potentes, nos llevaría al mundo de los conciertos masivos, en donde un único artista ‘atendía’ miles de personas. Para el caso del rock and roll (y más tarde el pop), piezas en un lenguaje familiar, en fragmentos cortos, con melodías fácilmente memorables y repetibles, permitirían la aparición de las grandes ‘estrellas’ que sólo son posibles en un entorno de medios masivos. Condiciones que nunca podría igualar la llamada música clásica.
Lo que nos trae al día de hoy (finalmente). A un momento en el que la tecnología de nuevo modifica las condiciones de base. En donde tanto el registro como la reproducción y el almacenamiento son cada vez más economicos, y en donde segmentos importantes de la población no tienen gran interés en adquirir álbumes completos. En donde la música se ha vuelto tan cotidiana que ha pasado a ser parte del trasfondo, llevándonos poco a poco a un punto en donde no sabemos (y no importa) quién es el intérprete, y mucho menos el compositor. Para personas como Jaron Lanier, la tecnología de streaming no hará sino profundizar esta situación. Tal como le ocurrió en su momento a la música clásica.
A gran escala, nuestro panorama musical está compuesto por piezas de pocos minutos, con letras que acompañan una melodia, y que llevan a comentarios cotidianos curiosos frente a la música clásica. Tal vez el más frecuente (y que al menos yo aprendí en mi entorno) es que es muy aburrida, lo cual es comprensible dados los cortos plazos de atención a los que nos ha habituado la radio comercial. Para algunos (lo he escuchado de primera mano) lo más notorio es la ausencia de letra (“Podemos poner música con letra?”, preguntan algunos profesionales). Para otros, la duración (Martha me contaba de algunos niños que expresaban su sorpresa respecto a que las ‘canciones’ fueran “tan largas”).
Pero, lo que veo ahora, es que estos comentarios son normales no sólo por las razones obvias (además de las históricas, la música clásica se convirtió en parte de una subcultura muy específica que muchos entienden como excluyente y hasta snob), sino porque además hemos perdido la oportunidad de comprenderla en su verdadera dimensión. Al separar la experiencia auditiva de la visual, nos quedamos sin el contexto humano que la hace tan particular.
Por eso me resultó tan especial el concierto de Les Sacqueboutiers en Guadalajara, en el que la violinista se emocionó hasta el llanto con una pieza específica. O la evidente división e interacción entre los diversos segmentos de la orquesta (sólo percibibles en vivo) en El rito de la primavera de Stravinsky. O el pausado ritmo narrativo de La Valquiria, en donde la música es un medio para reforzar las escenas y los personajes (Wagner es el pionero más reconocido del mecanismo del motif que es casi ubicuo hoy en las bandas sonoras de películas, especialmente las de gente como John Williams y Danny Elfman, por ejemplo).
Estas experiencias fueron especiales porque me permitieron ver algo que no había logrado ver antes. Y hacen que me pregunte, una vez más, cuántas otras cosas que hacen parte del paisaje no soy capaz de ver, y cuántas expresiones de nuestra cultura (a veces profundamente sublimes, caramba) escapan a nuestra percepción simplemente porque no contamos con ojos que sean capaces de verlas.
En lo personal, sin duda seguiré aprovechando la fantástica oportunidad que representa la orquesta sinfónica de EAFIT de ‘ver’ la música clásica para tratar de apreciarla mejor y, digo yo, superar de algún modo el típico consumo musical. Mientras me pregunto, como digo, por las muchas otras cosas que no soy capaz de ver todavía.
Y ese es el ‘producto’ de un vuelo de alrededor de 3 horas, en un tableta a la que me sigo acostumbrando.
Sin saberlo (Little did he knew…), en minutos estaría por primera vez en una angustiante revisión de seguridad que es el pan de cada día de muchos viajeros colombianos.