Por qué un blog?

Melina Masnatta me invitó hace unas semanas a una conversación muy informal, para compartir mi experiencia usando blogs con los participantes en el Diploma Superior en Currículum y prácticas escolares en contexto ofrecido por FLACSO en Argentina.

La conversación, que hicimos a través de un Hangout, terminó siendo muy poco conceptual y más cercana a mi experiencia personal. Si de algo me he convencido en este tiempo (aunque parezca evidente) es de que no hay una única manera de usar estas herramientas, así que la conversación terminó estando muy marcada por la utilidad que un blog personal ha tenido para mi.  En otras palabras, puede que para otros no tenga el mismo sentido (ni valor).  Su kilometraje puede variar. :)

Aquí está la entrevista:

De todo lo dicho, destacaría nuevamente el papel que el blog juega como herramienta de escritura reflexiva y como soporte metacognitivo.  La posibilidad de observar el propio pensamiento (así sea de manera parcial) ha significado, para mi, la apertura de múltiples puertas que me han llevado a exploraciones que hace algunos años eran inimaginables.  Mi blog, como espacio para encontrar mi propia voz y documentar mi proceso personal de aprendizaje, es uno de esos lugares en los que siento que estoy construyendo mi autonomía. Lo cual no es un asunto menor.

Por eso, que exista una audiencia (si existe) es una grata sorpresa. Significa que las reflexiones y dudas que cualquiera de nosotros tiene son compartidas por otros. Significa que lo que compartimos permite a otros encontrar significados que están fuera de nuestro control, pero que nos enriquecen a todos.  Significa que, de algún modo, lo que hacemos importa. De nuevo, no es un asunto menor.

La entrevista coincidió (felizmente) con el inicio de actividades de la nueva cohorte de TRAL, así que cae de perlas para una pregunta que más de un participante se hace cuando llega a este tipo de experiencia en línea: ¿por qué un blog? ¿cuál es el punto? ¿No basta con las ‘redes sociales’?

En mi caso personal, puedo ver un antes y un después reflejado en el momento en el que empecé a escribir en público. Sigo convencido de que esta herramienta tienen un potencial fabuloso para resignificar nuestra relación con el aprendizaje.  Pero, en cualquier caso, se trata sólo de herramientas. Depende de cada uno permitirse explorarlas y encontrar (o no) en ellas un sentido que nos convierta en mejores aprendices.  Aunque no sea el uso más popular, lo cierto es que está al alcance de todos.

Basta con intentarlo. :)

Gracias a Melina por un rato de conversación muy agradable!

Viendo la música clásica

Hace un par de semanas tuve la grata oportunidad de ver, finalmente (aunque en diferido), Die Valküre, la segunda de las cuatro óperas del ciclo del anillo de los Nibelungos de Richard Wagner. Cuando fueron transmitidas originalmente, por diversas razones no llegué a verlas, así que cuando supe acerca de la celebración del aniversario de Wagner me entusiasmé bastante. Igual, me perdí las otras tres. La primera por razones de tiempo y las otras dos por razones de salud (estar sentado casi cuatro horas luego de una lumbalgia en la cintura no era lo más recomendable).

En cualquier caso, esta ópera me permitió entender algo que había empezado a percibir cuando estuve en Guadalajara con Francisco, Liliana, Nilda y Berenice viendo (primero) una presentación de Les Sacqueboutiers y luego un concierto de la Orquesta Sinfónica de la ciudad. He vivido engañado toda mi vida: la música clásica no es un espectáculo auditivo, sino audiovisual. Y esto marca toda la diferencia. En la época que nos tocó vivir (obviamente), el uso de la tecnología de grabación y reproducción sonora no solo estaba consolidado sino que se ha mantenido en permanente evolución. Pero con esa tecnología aparecen una serie de supuestos que terminan siendo parte del panorama.. Que terminan siendo invisibles..

Durante la mayor parte de nuestra historia, la música fue algo que ocurría en vivo. Para escuchar música (como me decía Martha alguna vez) la gente tenía que interpretar un instrumento, lo cual ocurría de manera habitual en encuentros familiares o comunitarios, o tenía que asistir a algún lugar en donde los músicos ‘profesionales’ interpretaban su propia música o aquella compuesta por alguien más para el patrocinador de turno.

Con eso, lo que llamamos música clásica en realidad era un espectáculo del cual no quedaba ningún tipo de registro. La gente asistía para ver y para escuchar las obras y eso significa que, quienes tenían la capacidad, podían observar las emociones inspiradas por las piezas en los músicos, los patrones de interacción entre ellos (o más adelante, entre segmentos completos de una orquesta), y la incidencia de un director específico en una obra dada. Uno no compraba la sinfonía de Beethoven o la sonata de Bach. Uno veía la obra. No había otra opción.

Fast forward al siglo XX. Leía hace poco que, entre los múltiples usos que Edison se imaginaba para la grabación de audio, uno de los últimos del listado era almacenar música. Lo cual tiene sentido porque, para él, la experiencia musical seguía atada al evento mismo (lo que en ingles a veces llaman ‘happening’) y, por otro lado (digo yo), porque los cilindros de cera no permitían almacenar piezas largas. Resultaría al menos incómodo grabar una sinfonía en un único cilindro de cera, al igual que una improvisación de música popular, por decir algo.

Pero la tecnología sigue su curso, y de los cilindros de cera se pasó eventualmente a los acetatos. Al contar con medios más sofisticados de registro, la pregunta obvia es ‘¿Qué grabamos?’. La respuesta: lo que haya (musica de partitura) y lo que se pueda (adaptaciones de música popular que quepan en el medio). Para los primeros acetatos (aquellos de 78rpm), la velocidad de giro permitía una duración de cerca de 3-4 minutos, lo cual condicionó a su vez la duración misma de las piezas. Aunque luego aparecerían los EP y los LP, el formato de 3-4 minutos se mantuvo y creció con los sencillos de 45rpm.

Eventualmente, una sinfonía se partió para incluirse en múltiples discos, y los fragmentos más memorables de algunas piezas fueron extraídos de la obra original y compilados en un único disco. Pero no sería sólo la tecnología de registro la que tendría impacto en lo que conocemos hoy como experiencia musical. Esa labor la complementaría la radio comercial.

Si bien para ese momento los medios de registro permitían duraciones más largas (sin mencionar que muchas piezas duraban menos de los 3-4 minutos), sería la necesidad de rotación musical la que llevaría a estabilizar (más o menos) la duración de las canciones. La radio comercial consolidaría, a partir de una antigua limitación técnica, la duración estándar de las canciones que asumimos como ‘normal’ hoy: 3 a 4 minutos.

Y luego, cuando la radio se encargó de lanzar grandes carreras, se hizo inevitable para los músicos llenar las dos caras de un LP con canciones. Bienvenidos los álbumes y una nueva relación con la música: ya no es necesario tener presente al intérprete para poder escucharlo. Ya no es necesario verlo, basta con oirlo. En segmentos de 3 a 4 minutos, de preferencia. Con excepciones como los siete minutos de ‘Hey Jude’, por ejemplo.

Pero esta nunca fue la manera normal de apreciar el gran espectro que hoy llamamos música clásica. Piense en la ópera o el ballet, que son artes escénicas. Escuchar El lago de los cisnes es (obviamente) diferente a ver El lago de los cisnes. Escuchar más de tres horas de una ópera de Wagner es diferente a verla. Algo tan obvio, que me sorprende no haberlo percibido antes. O piense en cualquier sinfonía, con movimientos que habitualmente duran al menos cinco minutos, y consolidan una pieza única que puede llegar a más de una hora. Sencillamente, son formatos que no coincidían con las prácticas emergentes de la época. Y de allí vienen las compilaciones que incluyen el movimiento más identificable de la quinta sinfonía de Beethoven, seguido por la Primavera de Vivaldi, o por la Danza Rusa de Cascanueces. En segmentos no muy largos, y con un contexto crecientemente diluido, con poca importancia respecto a quién interpreta, o quién dirige. Esto no quiere decir que algunas grabaciones completas no fueran producidas, pero incluso hoy sigue siendo muy raro encontrarse la colección completa de las casi 17 horas de música de El anillo de los Nibelungos, por ejemplo.

La televisión daría otro giro al asunto, permitiendo al público establecer de nuevo una relación visual con los intérpretes. El impulso de la televisión, en conjunto con sistemas de amplificación más potentes, nos llevaría al mundo de los conciertos masivos, en donde un único artista ‘atendía’ miles de personas. Para el caso del rock and roll (y más tarde el pop), piezas en un lenguaje familiar, en fragmentos cortos, con melodías fácilmente memorables y repetibles, permitirían la aparición de las grandes ‘estrellas’ que sólo son posibles en un entorno de medios masivos. Condiciones que nunca podría igualar la llamada música clásica.

Lo que nos trae al día de hoy (finalmente). A un momento en el que la tecnología de nuevo modifica las condiciones de base. En donde tanto el registro como la reproducción y el almacenamiento son cada vez más economicos, y en donde segmentos importantes de la población no tienen gran interés en adquirir álbumes completos. En donde la música se ha vuelto tan cotidiana que ha pasado a ser parte del trasfondo, llevándonos poco a poco a un punto en donde no sabemos (y no importa) quién es el intérprete, y mucho menos el compositor. Para personas como Jaron Lanier, la tecnología de streaming no hará sino profundizar esta situación. Tal como le ocurrió en su momento a la música clásica.

A gran escala, nuestro panorama musical está compuesto por piezas de pocos minutos, con letras que acompañan una melodia, y que llevan a comentarios cotidianos curiosos frente a la música clásica. Tal vez el más frecuente (y que al menos yo aprendí en mi entorno) es que es muy aburrida, lo cual es comprensible dados los cortos plazos de atención a los que nos ha habituado la radio comercial. Para algunos (lo he escuchado de primera mano) lo más notorio es la ausencia de letra (“Podemos poner música con letra?”, preguntan algunos profesionales). Para otros, la duración (Martha me contaba de algunos niños que expresaban su sorpresa respecto a que las ‘canciones’ fueran “tan largas”).

Pero, lo que veo ahora, es que estos comentarios son normales no sólo por las razones obvias (además de las históricas, la música clásica se convirtió en parte de una subcultura muy específica que muchos entienden como excluyente y hasta snob), sino porque además hemos perdido la oportunidad de comprenderla en su verdadera dimensión. Al separar la experiencia auditiva de la visual, nos quedamos sin el contexto humano que la hace tan particular.

Por eso me resultó tan especial el concierto de Les Sacqueboutiers en Guadalajara, en el que la violinista se emocionó hasta el llanto con una pieza específica. O la evidente división e interacción entre los diversos segmentos de la orquesta (sólo percibibles en vivo) en El rito de la primavera de Stravinsky. O el pausado ritmo narrativo de La Valquiria, en donde la música es un medio para reforzar las escenas y los personajes (Wagner es el pionero más reconocido del mecanismo del motif que es casi ubicuo hoy en las bandas sonoras de películas, especialmente las de gente como John Williams y Danny Elfman, por ejemplo).

Estas experiencias fueron especiales porque me permitieron ver algo que no había logrado ver antes. Y hacen que me pregunte, una vez más, cuántas otras cosas que hacen parte del paisaje no soy capaz de ver, y cuántas expresiones de nuestra cultura (a veces profundamente sublimes, caramba) escapan a nuestra percepción simplemente porque no contamos con ojos que sean capaces de verlas.

En lo personal, sin duda seguiré aprovechando la fantástica oportunidad que representa la orquesta sinfónica de EAFIT de ‘ver’ la música clásica para tratar de apreciarla mejor y, digo yo, superar de algún modo el típico consumo musical. Mientras me pregunto, como digo, por las muchas otras cosas que no soy capaz de ver todavía.

Y ese es el ‘producto’ de un vuelo de alrededor de 3 horas, en un tableta a la que me sigo acostumbrando. :)

Sin saberlo (Little did he knew…), en minutos estaría por primera vez en una angustiante revisión de seguridad que es el pan de cada día de muchos viajeros colombianos.

Otra media hora…

Hace 10 días me propuse destinar media hora máximo para volver a escribir, cuando tuviera la oportunidad de hacerlo. 10 días después, he descubierto cuán complicado me resulta encontrar media hora fija (e incluso libre), lo cual es bastante significativo.

Al menos, el ejercicio me ha ayudado a ser un poco más consciente respecto a las múltiples fuentes que demandan mi atención y mi tiempo. Tanto lo laboral como lo familiar y, por supuesto, mi inevitable necesidad de espacio personal están en competencia permanente, y a veces hacen difícil mantener el ritmo de aprendizaje (o al menos, de consumo de información) que tenía en otra época.

Lo cual no es malo per se. Por el contrario, me ha vuelto un poco más selectivo frente a las cosas que constituyen mi dieta cognitiva. O resignado frente al hecho de no poder leer todo lo que quisiera.

Pero estoy divagando. Lo cierto es que, si efectivamente el tiempo es un factor tan escaso, no tengo más remedio que ser creativo para retomar ese importante proceso de reflexión y registro , pues la memoria es frágil y, como dicen algunos, si no se bloguea ni se hizo ni se recuerda.

La razón por la que este post parece tan errático, es porque estoy usándolo como excusa para “aprender” a usar otros dispositivos. Lo poco que he escrito lo he hecho usando dos aplicaciones distintas en un tablet sin teclado externo. Intenté con el teclado normal (no muy buena sensibilidad con los pulgares, pero la predicción de texto es bastante buena), luego con swype (un poco mejor, pero algo extraño para escribir de corrido.. demasiado espacio recorrido por tecla obtenida), luego con reconocimiento de voz (esa sí que es un área por desarrollar) e incluso con un lápiz que trae esta tableta (una Samsung Note que muy amablemente me prestó Tatiana para el viaje, pues me he negado a comprar nueva tecnología). El lápiz logra un reconocimiento de escritura a mano alzada bastante bueno pero (nada es perfecto), la interfaz en SNote es bastante errática, con lo que uno pasa más tiempo corrigiendo detalles que escribiendo.

Así que, bueno, estoy dejando que mis dedos aprendan con paciencia en dónde están las teclas, acostumbrándome a ‘pulsar’ la espaciadora con un dedo diferente al pulgar y, en fin, habituándome poco a poco a un nuevo dispositivo… Con eso, llevo en total mucho más de media hora escribiendo estas líneas. Inicié en el vuelo, seguí un rato en el bar del hotel y continúo de nuevo en el aeropuerto,con U2 de fondo (Still haven’t found what I’m looking for), descubriendo que el paso de un idioma a otro no es el fuerte de la predicción de texto.. Vamos a ver qué otra cosa viene a la mente antes de que tenga una conexión disponible para publicar.

De camino a seguridad, me encontré con el oratorio del aeropuerto. Llamó mi atención que no dijera ‘Capilla’, como suele ser en Latinoamérica. La razón es que, efectivamente, no se trata de una capilla sino de una zona de oración que pone a una mini-mezquita frente a un oratorio cristiano (no católico exclusivamente). La diferencia más sobresaliente: bancos de mármol para un oratorio que, además de algunos folletos evangélicos no tiene ninguna señal religiosa visible, mientras que la mezquita cuenta con una única alfombra y una especie de podio en una esquina. La similitud más llamativa: ambos lugares estaban desiertos, con excepción de una persona durmiendo en la alfombra de la mezquita (a modo de sala VIP, digo yo). Aunque no soy una persona especialmente religiosa, estas cosas no dejan de llamar mi atención. No deja de ser diciente que los centros comerciales sean los lugares en los que ahora se llevan a cabo muchas misas dominicales: es lo mismo, las zonas de tránsito y consumo se adaptan para dar algún espacio a lo religioso. A pesar de que muchos afirmen que la ciencia es la religión contemporánea, lo cierto es que tan sólo ver el tamaño de los edificios es suficiente para entender que no es así: la religión de nuestra sociedad es el comercio y el consumo.

Aunque otra forma de verlo, por supuesto, es que simplemente son los mecanismos más efectivos que tiene el technium para mantener su nivel de crecimiento y evolución. Depende de cómo se mire. En una sociedad tan compleja, las múltiples causas y efectos se vuelven casi imposibles de mapear. Nuff’ said. Hora de embarcar nuevamente.

Media hora

Una de las razones por las cuales este blog está tan descuidado (entre una larga lista que va desde simples excusas hasta preocupaciones muy de fondo) es el tiempo. O mejor, la ausencia de él. Es sorprendente cómo es de recurrente este aspecto entre las personas que me rodean. De hecho, no pasa un día sin que escuche al menos a una persona mencionar cuán poco tiempo tenemos y para cuán pocas cosas alcanza. Lo que siempre me devuelve al ritmo de vida de la isla de Providencia cuando estuve allí hace ya casi 10 años, época en al que nos sorprendía salir por la mañana y volver en la tarde y ver en el camino al mismo señor sentado en la puerta de su casa, simplemente observando.

Pasando de un “cómo puede?” a un “qué envidia”, lo cierto es que el tiempo es el recurso más escaso de mis días. Vivo con la sensación de que ninguna cantidad de tiempo será suficiente para hacer todo lo que tengo que hacer (lo cual puede ser cierto de manera objetiva), y al mismo tiempo con una sensación permanente de culpa cuando no estoy haciendo ‘nada’ (si tal cosa es posible). Culpa porque, digo yo, “cómo puede ser que no esté usando el tiempo de la mejor manera posible”?

Esto ha tenido una incidencia directa en mi ritmo de escritura. De todas las cosas que vienen a mi cabeza cada día sobre las que tendría sentido (para mi) escribir algo (como medio para aclarar mis pensamientos), a veces alguna me entusiasma y me lleva a sentarme y empezar a escribir. Pero, como no he definido un límite para la escritura, el entusiasmo me lleva a pasar un largo rato escribiendo cosas y, por el camino, tratando de que queden lo mejor escritas posible (recordando que mejor es una categoría subjetiva en este caso). Un par de horas después (o menos), la culpa ataca. Con tanto por hacer, cómo puede ser que pase tanto tiempo escribiendo algo para mi blog? En ese momento, el archivo es guardado (y frecuentemente olvidado), la publicación no se realiza (porque el producto no estaba ‘terminado’) y yo vuelvo con culpa por el tiempo ‘gastado’ y por los pendientes existentes a mis labores habituales. En otras palabras, todos pierden.

Cuando conocí a Stephen en 2006, una de mis preguntas para él era “cómo hace? cómo mantiene tal presencia en línea?”. Stephen me decía que su estrategia era dedicar media hora al día para escribir una entrada en su blog. Tan sólo media hora. De allí el nombre de su blog (Half an hour). Obviamente, cuando uno lee lo que Stephen escribe, cuesta trabajo imaginar que sea el producto de tan sólo media hora. Pero, luego de meses (y hasta años) escribiendo media hora, lo cierto es que el hábito que se desarrolla (supongo yo) permite escribir cada vez con más claridad. Por supuesto, ayuda un montón el background de periodismo que él tiene, que también desarrolla habilidades de escritura muy particulares.

(15 minutos)

Así que, tratando de buscar algún tipo de equilibrio que me lleve a escribir de nuevo, he decidido intentar esta estrategia de Stephen. Y destinar máximo 30 minutos al día (cuando sea posible) para escribir sobre lo que estoy percibiendo y lo que me inquieta. Tal vez eso me ayude a retomar el hábito.

Este asunto es especialmente importante porque, con el Plan TESO en marcha y con TRAL, el hábito de bloquear es uno que debo modelar de manera deliberada. De lo contrario, estoy cayendo en la misma falla que tantos otros líderes de procesos de formación: hablar acerca de las ventajas de ciertas herramientas, pero sin ser capaces de servir como ejemplo del uso de ellas.

Esta reflexión tiene otra causa adicional: Melina me invitó a contar en video, en una entrevista corta, para qué me sirve un blog. Y algo que he dicho desde siempre es que el sentido más importante de un blog es la reflexión personal, no necesariamente la auto-promoción ni la difusión a una audiencia específica. En mi experiencia, estos son fenómenos emergentes, no objetivos que uno pueda perseguir sin terminar algo frustrado (a menos que uno sea una figura pública).

Bloguear, para mi, siempre ha sido una forma de visibilizar (reificar?) mis ideas y comprensiones. El que sean públicas tiene como efecto que otros puedan leerlas y, por qué no, encontrar en ellas cosa que resuenen con su propia experiencia. Pero el beneficio primordial es para mí como autor, pues al escribir me obligo a organizar mis ideas y, poco a poco, identificar en dónde hay vacíos o zonas que posibilitan nuevos aprendizajes. Que exista una eventual audiencia no es un objetivo, sino una consecuencia no sólo interesante, sino incluso inesperada y hasta mágica.

Así que un blog es una excelente herramienta de reflexión en términos de aprendizaje. La reflexión es importante porque nos pone en el camino de la meta-cognición. Reconocer las ideas propias, el lugar de donde provienen, las visiones de mundo que representan y lo que implican ha sido, en lo personal, esencial para encontrarme con aspectos del mundo que fueron completamente insospechados a lo largo de mi formación. La reflexión pública ha sido, para mi, indispensable para encontrarme con ideas que de otra manera jamás habría considerado.

Así que, en términos de aprendizaje, mi blog ha sido una herramienta esencial. Ahora, el que esté un poco descuidado no significa que no haya aprendizaje. Como decía antes, el tiempo es sólo una de las muchas razones que me han llevado a cuestionar este espacio, más allá de sus bondades en términos de aprendizaje. Y espero poder hablar un poco más de esas otras razones, que tocan aspectos de mi percepción del mundo que me inquietan profundamente.

Por lo pronto, media hora ha pasado, y respetando ese límite termino esta entrada. Con mucho por mejorar, tal vez con poco dicho (depende del oyente), pero representando un buen precedente para recuperar el hábito de bloguear, media hora a la vez.

:)

redescubriendo el mundo, una idea a la vez